Los ciudadanos en el mundo estamos siendo actualmente testigos del surgimiento de la 4° revolución industrial (4RI), caracterizada por el uso de volúmenes inconmensurables de datos para la provisión personalizada de servicios digitales (sobre internet) para toda actividad humana de producción y consumo.

Perú no es ajeno a este fenómeno: es cada vez más habitual encontrar reportes en los medios, sobre todo en aquellos especializados en negocios, sobre procesos de transformación digital en empresas de envergadura o el surgimiento de una comunidad creciente de start-ups que respaldan sus propuestas de valor alrededor del uso masivo de datos para la provisión de diversos servicios digitales.

Dado el impacto de la 4RI sobre la calidad de vida de las empresas y personas, su aprovechamiento es de interés público, y por tanto amerita el diseño e implementación de una política pública que estimule precisamente el acceso masivo a servicios digitales en la población.

El surgimiento de la 4RI registra una velocidad inmensamente mayor a las tres revoluciones industriales previas (máquina a vapor, electricidad, cómputo), por lo cual cada vez nos acostumbramos más al término “exponencial”-, de modo que cada día sin un avance en la política pública juega en nuestra contra.

Además del argumento de interés público, el diseño e implementación de política pública digital en Perú es imprescindible por la brecha económica y social histórica entre las regiones del país. Si la política pública digital no ocurre o tarda en ocurrir, el Perú “moderno” se insertará en la 4RI (lo venimos viendo), y eso está muy bien) y el Perú “tradicional” no (salvo contadas excepciones), lo cual a la larga o corta perjudica a todos.

Finalmente, existen múltiples análisis a escala global sobre el entramado que conforma el ecosistema digital, entre ellos el recomendable aporte de nuestro buen amigo Raúl Katz (El ecosistema y la economía digital en América Latina, 2015), que nos revelan la sencilla conclusión de que si el impacto del ecosistema digital sobre nuestra calidad de vida es transversal, entonces la política pública es inherentemente transversal.

He ahí el detalle que subyace a la propuesta actual para la creación de un Vice-Ministerio de las TIC (Tecnologías de Información y Comunicaciones) a partir del actual Vice-Ministerio de Comunicaciones (VMC) en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC).

Aunque encontramos que esta posibilidad es la más realista para que la rueda empiece a marchar en forma consistente en el Estado Peruano, cualquiera sea la forma finalmente elegida, proponemos un mapa de 8 componentes que la política pública digital debe considerar para pretender ser exitosa, algo que luego podremos medir con diversos indicadores que midan el desarrollo digital de Perú, tales como por ejemplo el consumo de Mbps per cápita.

El siguiente gráfico sintetiza estos 8 componentes:

PPD360

A continuación resumimos el sentido de cada uno de estos componentes.

El primero corresponde precisamente al concepto algo rimbombante de “institucionalidad”, es decir, el conjunto de autoridades del Estado y actores privados representativos vinculados al diseño e implementación de la política pública digital.

Cuando pensamos en los ministerios o municipios, por ejemplo, asumimos que en general la implementación de sus respectivas políticas públicas implica el uso de la electricidad (2° revolución industrial) o computadoras (3° revolución industrial). No ocurre lo mismo aún –salvo excepciones- con el big data (4RI): para comprobar esto, basta entrar a un ministerio como visitante y ser testigo de que el registro del nombre e identificación personal ocurre hasta 3 veces en forma manuscrita.

Entonces, es necesario contar con un ente rector digital, que se ponga al servicio del resto de sectores de gobierno nacional y sub-nacional, para poner en práctica la política de masificación de servicios digitales. Más allá de la etiqueta que lleve este ente rector digital, su existencia debe contar con el empoderamiento que le permita empujar el coche de la transformación digital prácticamente desde casi cero (nuestra situación actual).

En segundo lugar, el marco de acción de la política pública digital debe estar respaldado por una norma a la que podemos llamar “ley TIC” acompañado de un plan nacional digital (PND) debidamente consensuado a escala multi-sectorial (con el respaldo del Presidente de la República, naturalmente), que defina los objetivos, alcance y herramientas de dicha política. Sin ley TIC (labor del Congreso) y PND (primera actividad del ente rector digital, quizás con la colaboración de CEPLAN), la institucionalidad nacería débil.

En tercer lugar, sentadas las bases normativas, empieza la realidad: el financiamiento. La implementación de la política pública digital cuesta, y en Perú estamos acostumbrados a la colaboración público-privada, de modo que el Estado debe tener claridad sobre las fuentes de financiamiento públicas y privadas y –lo más importante- el costo asociado al logro de los objetivos trazados en el PND.

Los operadores de telecomunicaciones cumplen con su tarea en conectividad y realizan su mejor esfuerzo para expandirse a otros eslabones en el ecosistema digital, pero existe un mundo de contenidos y aplicaciones de producción y consumo por desarrollar, algo para lo cual el mercado requiere –a nuestro entender- un mercado de financiamiento de capital de riesgo de carácter privado, que complemente el loable esfuerzo desde Start Up Perú (PRODUCE) u otros fondos del Estado, que tienen un límite asociado a la naturaleza de la gestión de las finanzas públicas.

En cuarto lugar, infraestructura de conectividad. Como decimos arriba, los operadores de telecomunicaciones realizan su tarea de expandir la cobertura cada vez más a nivel nacional, pero los números de la brecha de conectividad subsistente son bastante conocidos. Bien hizo semanas atrás el Colegio de Ingenieros del Perú (CIP) en organizar un foro sobre tecnologías satelitales (con un nutrido panel de expositores multi-sectoriales, incluyendo educación, salud, seguridad ciudadana y otros más), a lo cual podemos sumar modelos como el de Operador de Infraestructura Móvil Rural (OIMR), que puedan complementar a las redes regionales y además contribuir con el acceso a servicios de internet en regiones donde a los operadores móviles de red (OMR) les tomará aún tiempo llegar.

En quinto lugar, infraestructura de alojamiento. La reducción de los costos de conectividad permite que este componente funcione prácticamente sin fallas de mercado, de modo que lo más probable es que el Estado no tenga que tomar mayores decisiones en este ámbito, con excepción de protocolos técnicos para que sus entidades puedan elegir sus proveedores en forma homogénea y costo-efectiva.

En sexto lugar, contenidos y aplicaciones. En el Perú “moderno”, el segmento de empresas corporativas hace lo suyo y un meritorio y creciente número de start-ups también, con financiamiento propio o el acceso a fondos como Start Up Perú o similares. Falta una política de promoción de aplicaciones que –a falta de mejor nombre- podemos llamar “sociales” y que responda a la realidad económica y social de las diversas regiones en el país, en especial de la población en las localidades económicamente más desfavorecidas. Casos internacionales sobre cómo el desarrollo de servicios digitales permite saltos desde la 2° hasta la 4° revolución industrial en zonas económicamente deprimidas son bastante conocidos.

Por ejemplo, muchas aplicaciones podrán estar vinculadas a la actividad productiva agrícola o ganadera, y estar diseñadas en quechua o aymara, o estar preparadas para ser audibles en vez de legibles.

En sétimo lugar, dispositivos. Aunque en los segmentos medios y altos del Perú urbano el mercado resuelve el equilibrio entre la oferta y demanda de dispositivos, no ocurre lo mismo en los segmentos urbanos de menores ingresos, y por supuesto menos aún en la población rural.

En el Perú urbano, la política pública podrá observar la efectividad de la aplicación de incentivos tributarios, o la coordinación con el sector Vivienda para facilitar el despliegue costo-efectivo del internet fijo residencial, en especial en programas de viviendas populares.

En el Perú rural, el acceso público es aún la solución más realista, debido a que queda aún tiempo para resolver la brecha entre los costos del acceso privado a dispositivos de alto desempeño y la capacidad de gasto familiar de la población. Un acceso público no sólo a computadoras, sino también a los dispositivos usados para la provisión de diversos servicios del Estado, de ser el caso.

Finalmente, en octavo lugar lo más importante: la ciudadanía digital. Sin este componente, el impacto de todos los otros componentes será bastante limitado. La ciudadanía digital implica tanto la alfabetización (aprendizaje en el uso de las herramientas) como la disposición cultural para su adopción (algo ciertamente más complejo que la sola alfabetización.

No somos antropólogos, pero basta observar el comportamiento de ciudadanos de a pie en cualquier metrópoli en países desarrollados para encontrar ciertas premisas que subyacen el uso masivo de recursos digitales en servicios como transporte público, servicios para el hogar, servicios para consumo personal o servicios de gobierno.

En suma la tarea no es sencilla. Cualquier empresa que lo venga aplicando, sea pequeña o grande (cada una por razones diferentes), sabe que la transformación digital no es un proceso sencillo, porque exige previamente una transformación cultural organizacional. Por tanto, menos lo es para el Estado.

Tarea titánica, que debiera empezar por objetivos relativamente modestos al comienzo, pero con un visión clara sobre cómo la 4RI puede (debe) ser un vehículo para que –gracias al potencial de crecimiento exponencial que ofrece- los peruanos podamos aspirar a una calidad de vida superior, con menores brechas.