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A pesar de contar con la respectiva arquitectura normativa, el mercado de OMV en Perú ha tenido hasta ahora un nivel de desarrollo bastante pobre.

Al cierre del año 2016, Perú tuvo un único OMV (cuota de mercado: 0,2%), cuyo retiro del mercado es vox populi, según información ampliamente divulgada en medios debido a que su modelo de negocio resultó económicamente insostenible.

Por supuesto, esto despierta la interrogante sobre el espacio de mercado para OMV en Perú.

Sin ir demasiado lejos, la existencia sostenida de 4 o más OMV en Chile y Colombia -además con un una cuota de mercado agregada de 3% y 8%, respectivamente nos ofrece una pista sobre la respuesta a dicha interrogante, en especial si consideramos que ambos países se ubican –en forma similar a Perú- como economías medianas en Sudamérica.

Si consideramos entonces un entorno económico en principio favorable para el surgimiento de OMV, nos surge una siguiente interrogante sobre la conveniencia de su existencia en términos de su impacto positivo en el mercado, criterio que guía la decisión de la autoridad para dedicar recursos al estudio, diseño e implementación de una política pública promotora de este modelo de negocio.

Al respecto, si bien la concentración de mercado histórica en el mercado móvil en el Perú latente durante la mayoría de años en el presente siglo (95% o más de cuota de mercado en 2 operadores) se ha reducido en los últimos años –gracias a una combinación virtuosa entre la entrada de nuevos operadores y la implementación de una regulación pro-competencia-, existe aún un espacio de oportunidad de mercado quizás no para nuevos operadores móviles de red (OMR), pero sí para operadores móviles virtuales (OMV) quienes puedan ofrecer una experiencia cliente (atención posventa + valores añadidos) en una forma costo-efectiva superior a los OMR debido a su enfoque en segmentos de clientes específicos, algo que ciertamente Virgin Mobile en Perú no gestionó bien (jóvenes “rockstar” en Perú es un término impreciso o en el mejor de los casos muy amplio).

Por tanto, ¿qué aspecto puntual puede considerar el regulador?

Si bien exige un análisis minucioso que desborda el propósito de esta nota, la información pública sobre los términos comerciales entre Telefónica y Virgin Mobile o la simple consideración de la diferencia en tamaño entre los OMR y los potenciales inversionistas OMV sugiere la posible conveniencia de que el regulador establezca un punto de referencia para la negociación del precio que el OMV debe pagar al OMR por el acceso a su red.

Lejos de un ánimo de “proteger” artificialmente a un potencial operador entrante, esto no sólo evitaría la lógica necesidad del candidato a OMV a recurrir a OSIPTEL para solicitar un mandato –cuya dilación en el plazo de implementación lo asfixia financieramente- sino que, más aún, estimularía el interés de empresas con una robusta base de clientes o suscriptores (perfil típico de modelos de negocio OMV exitosos en otros países), que pueden encontrar sentido a construir casos de negocio con dicho punto de referencia, que los lleve a una posterior decisión de entrada al mercado.

Podemos pensar en ésta u otras opciones de solución, pero si la normativa actual permanece sin cambios corremos el riesgo de que transcurrido buen tiempo desde que la arquitectura fue concluida (enero 2016) el mercado peruano no cuente con experiencias exitosas en modelos de negocio OMV.

Mucho más que a los potenciales OMV –cuyo costo de oportunidad por no entrar al mercado es relativamente bajo- esto afecta a la autoridad, cuya sólida reputación bien ganada se respalda en la creación de normativa que se traduce luego en la realidad del mercado –tal como ocurre con la mejora en el proceso de portabilidad móvil, por ejemplo-, y no cuando ocurre lo contrario.

Finalmente, en última instancia esto nos afecta a los usuarios o ciudadanos de a pie, no sólo porque nos limita la posibilidad de contar con una oferta de servicios móviles más competitiva, sino porque además los recursos usados para la creación de dicha arquitectura normativa irrogó un costo al Estado (Congreso, MTC, OSIPTEL) que es financiado por todos los peruanos que pagamos impuestos, y quienes por tanto esperamos legítimamente un retorno positivo sobre dicha inversión de recursos.